Ayer recordaba mi colegio, todas mis vivencias y mucho más, cerraba los ojos y veía a Cristina, Sol, Elena, Susana y tantas otras que
pasaron por allí.
En una pecera, a su alcance, nadaban dos peces
de color naranja. Les observaban, les hablaban, les echaban comida.
En una ocasión les sacaron del agua para acariciarlos. Me encontraba
chicles, caramelos, construcciones y cromos. Creían que los peces se aburrían. Tal vez estaban en lo cierto.
Llegó el verano, se fueron de vacaciones, entonces teníamos tres meses. Una señora mayor que no se movía del colegio, se ofreció para cuidar a los peces de mi clase. Les cambiaba
el agua todos los días, la comida justa, la pecera limpia....
Cuando volvimos en octubre, la pecera estaba
vacía. Con gran disgusto la señora nos dijo que habían muerto los peces y no se explicaba porqué.
Yo sabía el motivo, necesitaban la alegría de las niñas, los chicles, los puzzles, incluso las caricias
fuera del agua.
A algunas personas les ocurre lo mismo que
a los peces de mi clase, no son los cuidados asépticos, fríos lo que necesitan. Es la alegría, el cariño de los demás lo que les hace vivir y sanar.
Si nos proponemos escuchar, comprender, ayudar
a nuestros hijos, a los abuelos, habremos conseguido más que si nos preocupamos de vestirles con ropa de
marca, darles de comer solomillo o ponerles un mayordomo a su servicio
las veinticuatro horas.
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